No es un cuento
Juro por Dios que el maldito despertador no sonó. Odio levantarme así, empezar el día atropellada. ¿Me baño o no me baño? Ya son las 6:50 de la mañana, ¡Auxilio! Me figuró no bañarme, lavadita de cara, desodorante, loción y harto café a ver si se me quita esta cara de odio por la vida.
¿Dónde están las llaves del carro?, ¿Yo por qué
seré así Señor? ¡Aquí están! Necesito uno de esos ganchitos para colgar cosas
varias.
Me fui. Adiós mi amorcito ¿Quién es un perrito
dañino, ah?, ¿Quién?
Lucía cerró la puerta de la casa. Llaves del
carro entre los labios, bolso colgado en una mano, termo con café en la otra, moña
en el pelo con la que había dormido y en secreto, una media diferente en cada
pie. Siempre decía que se las tragaba la lavadora.
Cuando se dio vuelta, vio una caja envuelta en
papel amarillo en su entrada; tenía su nombre. Como la curiosidad era mucha y
el afán también, se trepó con caja y todo al carro. Miró el reloj en el
tablero: 7:15 de la mañana, tenía 15 minutos para llegar a su trabajo.
En el camino se fue rezando para que su jefe no
estuviera en su oficina, ya que para llegar a su lugar tenía que pasar por la
oficina de él.
Llegó tarde, su jefe la vio, se chocó con Anita
la de contabilidad y se le regó el café.
Después del alboroto, llegó a su oficina a
hacerse la misma pregunta que se hacía cada vez que estaba en una crisis
existencial: «¿Yo que estoy haciendo con mi vida, maldita sea?»
–Buenos días Lucía –le dijo su vecina de
cubículo. Lucía esponjó nariz, miró pa' dentro. –Buenos días. «Buenos días
para los que siguen durmiendo», pensó. Invocó a Buda unas ocho veces y se
sirvió una aromática.
–¡No saqué la caja! ¿Qué tendrá? Pero si yo no
he comprado nada ¿O será un regalo? Pero, ¿A mi quien me va a regalar algo? A
la única persona que le caigo bien es a mi perro y eso que a veces lo dudo. Ya
no me puedo parar. Donde Raúl me vea salir de esta oficina después de llegar
tarde, me la monta, le empieza a dar por pedirme cosas a las 5 de la tarde. Me
tocó esperar a la hora del almuerzo.
Pues no, tenía tanto por hacer que tuvo que almorzar en su puesto un sánduche y un jugo de la máquina dispensadora. Esa
mañana no le había dado tiempo de prepararse el almuerzo y ahora tampoco podría
ir a comer un caserito en el restaurante de la esquina.
–Hoy eran frijolitos –suspiró.
Ese día Lucía fue bombardeada con correos con
copia a su jefe donde le recordaban sus demoras, se distrajo cada 5 minutos con
tik tok y/o pensando en la caja amarilla. No terminó todo lo que debía hacer,
salió a las 7 de la noche y le tocó un tráfico horrible.
Cuando por fin llegó a su casa, estaba
destrozada y odiando a la humanidad más de lo que lo hacía normalmente. No veía
la hora de estar en pijama, bajo las cobijas, comiendo gomitas y viendo Emily
en París.
Después de soltar bolso, llaves y dignidad en
el sofá, fue a su habitación. Se puso la pijama menos combinada que encontró,
prendió una vela, se echó todas las cremas que tenía y por fin se tiró en la
cama con su perrito.
–Jueputa, la caja.
Comentarios
Publicar un comentario