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No es un cuento

Juro por Dios que el maldito despertador no sonó. Odio levantarme así, empezar el día atropellada. ¿Me baño o no me baño? Ya son las 6:50 de la mañana, ¡Auxilio! Me figuró no bañarme, lavadita de cara, desodorante, loción y harto café a ver si se me quita esta cara de odio por la vida. ¿Dónde están las llaves del carro?, ¿Yo por qué seré así Señor? ¡Aquí están! Necesito uno de esos ganchitos para colgar cosas varias. Me fui. Adiós mi amorcito ¿Quién es un perrito dañino, ah?, ¿Quién? Lucía cerró la puerta de la casa. Llaves del carro entre los labios, bolso colgado en una mano, termo con café en la otra, moña en el pelo con la que había dormido y en secreto, una media diferente en cada pie. Siempre decía que se las tragaba la lavadora. Cuando se dio vuelta, vio una caja envuelta en papel amarillo en su entrada; tenía su nombre. Como la curiosidad era mucha y el afán también, se trepó con caja y todo al carro. Miró el reloj en el tablero: 7:15 de la mañana, tenía 15 minutos para

¿Me perdona?

Quedaron a las tres de la tarde en el café del parque principal.
Ella no había pegado el ojo en toda la noche, se sentía nerviosa e 
invadida por un profundo sentimiento de rendición, estaba aliviada
pero a la vez fúrica.
Se levantó de su cama y tomó una ducha, ella solía escuchar música
mientras se bañaba, pero ese día en particular, no quería nada que 
alterara su estado de conciencia, que confundiera sus pensamientos,
que camuflara sus emociones. Ella quería sentirlo todo, quizás así,
lo podría entender de una buena vez.
Mientras seguía con sus actividades rutinarias, cada tanto se perdía
de la realidad y quedaba en un limbo mental, ella lo sabía, pero su 
subconsciente buscaba excusas.
Quedaba poco tiempo para el encuentro. Había decidido vestir de
rojo, era su manera de envalentonarse.
Llegó temprano al punto de encuentro, aun faltaba media hora. Le
ofrecieron un vino de cortesía, pero por la misma razón que había
rechazado la música aquella mañana, rechazó el vino. Quería vivirlo
todo, ser consciente de cada palabra y gesto del hombre que por 
ocho años había estado con ella.
Sintió como alguien tocaba su hombro, era él, era el día, era la
hora, era el final.
Se sentó justo delante de ella, tenía un aire de orgullo en su 
rostro, ella odiaba esa actitud, pero aun así le sonrió, y desde el
primer momento empezó a buscar su mirada con la de ella.
—¿Cómo estás? —le preguntó ella.
—Bien, supongo que bien —respondió él, materializando ese aire de
orgullo en palabras.
—Me alegra que lo estés —dijo ella sonriendo para evitar las
lágrimas.
—No quiero darle más largas al asunto, ya no tenemos la edad de
cuando nos conocimos. Te perdono por todo y apenas pueda, te 
devuelvo el dinero que me prestaste.
«¿Me perdona por todo?», pensó ella. «¿Me perdona?, ¿Por todo?», lo 
repetía una y otra vez en su cabeza. «¿Enserio? y además, ¿Me habla 
de dinero?, ¿Ahora?». Simplemente no lo podía creer, quería 
reclamarle, gritarle, pero solo suspiró y le sonrió levemente
sin dejar de buscarle la mirada con la suya, era su manera de buscar
respuestas.
—No te preocupes —dijo.
—Sé que es una situación difícil, que hay que aprender a vivir sin
el otro, que han sido muchos años, pero ya sabes...
En ese instante y por primera vez desde que se sentó, la miró a 
los ojos, y con esa última mirada, sus almas se despidieron.
Él miró hacia abajo, el orgullo, por un pequeño instante, se 
había convertido en melancolía.
Después de unos segundos, se reconfortó, volvió hacia ella y dijo:
—Respeto tu decisión, es lo mejor para los dos.
«¿Mi decisión?», gritó ella en su pensamiento, con una furia tal, que
sentía que se ahogaba.
—Gracias, le dijo ella.
—Te entiendo, respondió él.

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