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Cuatro sabores
Se dejó ir como si no hubiera nada más. El mar y ella conversaban. Apenas estaban en contacto, pero deseaba profundizarse y obtener un abrazo que la hiciera olvidar, ahora si, para siempre.
El sabor salado del agua le indicaba que ella y el mundo seguían conectados y este, se rehusaba a soltarla.
Mirando al entrecejo, en la oscuridad de sus pensamientos, los recuerdos dulces parecían un carrusel en su cabeza. Observaba a cada uno pero sin detenerse mucho tiempo, no deseaba ahondar en ellos. Al profundizar se pierde el encanto. Pasa lo contrario con los momentos tristes, estos pueden pasar rápidamente, sin mostrarse mucho y es como si se volvieran a vivir, te retuercen, te hacen temblar de manera incómoda.
Pero volvamos a ella. Su cuerpo seguía tendido en las puertas de la inmensidad azul, no quería llegar al cielo, seguía con la idea de un impulso que la dejara abajo, deseaba que la pesadez de su alma sirviera para eso.
El beso con Ángela vino de pronto a su entrecejo. No sabia como recordarlo, si como un encuentro amargo por su infidelidad; o como un encuentro en el que se dejó llevar, así como lo está haciendo ahora, con la diferencia de que aquella corriente fue picante y esta salada. Se rio. Fluir era lo suyo, pero vivir no era fluir. Esa conclusión le puso la boca seca.
El mar comenzó a moverla, a sacudirla. Quizás era el momento.
Quería hundirse, entrar en la calma y oscura muerte que tanto deseaba. El mar se la ofrecía y le avisaba que era la hora. Apretó sus ojos, empezó a girar su cuerpo, mientras se impulsaba, para lograr hundirse con fuerza, pero había algo que no la dejaba y parecía entorpecer sus movimientos.
–Alma, Alma, vuelve. Debes volver Alma.
Abrió los ojos y se vio acostada en un sillón con un hombre sentado en frente suyo.
–Por Dios santo Alma, casi no logro despertarte. Ahora si, cuéntame que viste.
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